Corría el año 1615 en la bulliciosa Sevilla, la metrópolis del Nuevo Mundo. La ciudad olía a incienso y azahar, pero también a pólvora de los debates teológicos que incendiaban las calles y los púlpitos. La cuestión no era menor: ¿Había nacido la Virgen María libre de pecado original (Inmaculada), o no?
Para la Iglesia universal, aquello era un misterio sin resolver, un debate abierto entre dominicos (que defendían la concepción natural) y franciscanos (defensores acérrimos de la pureza de María desde el primer instante). Pero para Sevilla, la ciudad mariana por excelencia, la duda era una ofensa.
 | En el convento de San Francisco, epicentro de la devoción concepcionista, Fray Juan de la Piedad, un orador fogoso y respetado por la plebe, predicaba con ardor. "¡Sevilla no consentirá que se mancille el honor de la Madre de Dios!", clamaba ante una multitud enfervorecida.
La tensión alcanzó su punto álgido cuando ciertos predicadores forasteros se atrevieron a cuestionar públicamente el sentir de la ciudad. El pueblo se levantó en cólera. No se trataba de una disputa de libros, sino de un asunto de honor, de fe visceral. Se dice que en la Hermandad de la Vera Cruz de Sevilla, una de las más antiguas, sus hermanos mayores, hombres curtidos y serios, tomaron una decisión trascendental. |
 | Se reunieron en el interior de su capilla. Debían sellar su creencia con un juramento inquebrantable. Pusieron sobre la mesa los Evangelios y un cirio encendido. Uno a uno, con la mano sobre la sagrada escritura, pronunciaron un juramento que pasaría a la historia como el "Voto de Sangre": "Hacemos voto y juramento solemne de creer, defender y enseñar la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen María, y estamos prontos a dar la vida y derramar hasta la última gota de nuestra sangre por esta verdad." El juramento no se limitó a una sola hermandad. Cientos de cofradías, gremios y la propia Universidad de Maese Rodrigo de Osuna se sumaron al voto. El juramento de "dar la vida y derramar la sangre" no era metafórico: estaban dispuestos a batirse en duelo o a enfrentarse a las autoridades eclesiásticas si intentaban prohibirles su creencia. |
 | La presión sevillana fue tal que el rey Felipe III intervino, rogando al Papa que zanjara la disputa para pacificar la ciudad más rica de su imperio. Aunque el dogma tardaría aún dos siglos más en ser proclamado oficialmente por el Papa Pío IX en 1854, Sevilla ya había ganado su batalla moral. El "Voto de Sangre" se convirtió en el símbolo eterno de una ciudad que puso su fe y su honor por delante de todo, sellando para siempre su identidad como la "Ciudad de María Santísima". |
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