En un barrio de Sevilla, donde las piedras susurran historias y las calles guardan secretos centenarios, se esconde una leyenda que mezcla poder, venganza y astucia. Es la historia del rey Pedro I de Castilla, conocido por unos como el Cruel y por otros como el Justiciero. Una historia que dio nombre a dos calles del barrio de la Judería: Cabeza del Rey Don Pedro y Candilejo.
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| Busto del rey don Pedro I Calle Cabeza del rey don Pedro Sevilla | Pedro I de Castilla Joaquín Domínguez Bécquer (1857) Ayuntamiento de Sevilla |
Uno de sus miembros, altivo y provocador, se dedicaba a difamar al rey con palabras afiladas que corrían por Sevilla como veneno en copa de oro. Pedro, consciente de que un castigo oficial encendería la mecha de la guerra civil, decidió actuar en secreto.
Una noche oscura, se ocultó en la calle de los Cuatro Cantillos. Cuando el caballero Guzmán apareció, confiado y solo, el rey lo enfrentó sin mediar palabra. El duelo fue breve, silencioso, casi ritual. Una estocada certera bastó. El cuerpo quedó tendido en la piedra, y la ciudad siguió durmiendo, ignorante del crimen que cambiaría su historia.
Duelo entre don Pedro I y el caballero Guzmán
Solo una anciana fue testigo del enfrentamiento. Vivía en una casa estrecha, con balcones de piedra y geranios dormidos. Al escuchar el choque de espadas, se asomó temblorosa con un candil en la mano, dejando que la luz vacilante rasgara la oscuridad. No alcanzó a ver los rostros, pero sus oídos, curtidos por los años, captaron un sonido inconfundible: el crujido seco de unas rodillas al moverse. Lo había oído antes, en las ceremonias del Alcázar. Era el rey.
Al amanecer, Sevilla despertó agitada. Las campanas no anunciaban misa, sino rumores. En cada esquina se murmuraba sobre el cadáver hallado en la calle de los Cuatro Cantillos. Don Tello de Guzmán, padre del difunto y Conde de Niebla, exigió justicia con voz firme y mirada de duelo. Pedro I, sereno en apariencia, creyó que su secreto estaba a salvo. Con gesto solemne, proclamó ante la corte: "Si alguien revela al asesino, su cabeza será expuesta en el mismo lugar donde cayó Guzmán."

Una anciana es testigo de la escena
El rey, deseoso de cerrar el asunto sin sospechas, ofreció cien doblas de oro a quien revelara la identidad del asesino. La recompensa atrajo a curiosos, embusteros y oportunistas, pero ninguno aportó prueba alguna. Fue entonces cuando un joven, hijo de un carbonero, se presentó en palacio. No vestía con gala ni hablaba con arrogancia, pero en sus ojos había una certeza que inquietó a los cortesanos.
La anciana, única testigo, le había confiado lo que oyó aquella noche: el crujido de unas rodillas que no eran de hombre común. El muchacho pidió hablar en privado con el monarca. Pedro, intrigado, accedió.
Lo condujo por los pasillos del Alcázar hasta el gran salón de los espejos, donde el aire parecía guardar secretos. Allí, sin levantar la voz, se detuvo frente al cristal y dijo:
"Majestad, no hay testigo más fiel que el reflejo. Si queréis saber quién fue, preguntadle a ese hombre que os mira sin temblar."
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier acusación.

Don Pedro y el muchacho ante el espejo
Pedro I, atrapado por su propia promesa, no pudo desmentir lo que el espejo había revelado. Impresionado por la audacia del joven carbonero, le recompensó con generosidad, pero le impuso un silencio absoluto bajo amenaza de muerte. El secreto debía quedar enterrado, aunque la palabra del rey no podía romperse sin consecuencias.
Para salir del compromiso sin perder la cabeza, hizo encerrar un cajón en un nicho protegido por rejas justo donde ocurrió el asesinato. Alegó que el asesino era una "persona muy principal" cuya identidad debía mantenerse oculta por el bien de la ciudad. El cajón, sellado y vigilado, se convirtió en objeto de rumores y especulaciones.
Años después, tras la muerte de Pedro a manos de su hermanastro Enrique, que se coronó rey, Don Tello de Guzmán regresó a Sevilla como gobernador. La herida por la muerte de su hijo seguía abierta. Ordenó abrir el misterioso cajón ante la mirada expectante de la ciudad. Lo que hallaron dentro dejó a todos sin aliento: no había restos humanos, sino un busto de piedra con el rostro inconfundible del rey Pedro I.
La justicia, al fin, se había cumplido. No con sangre, sino con memoria tallada en piedra.
Don Tello, abre el cajón de madera legado por el rey
Incluso desde la tumba, el monarca había cumplido su promesa… y se burló de sus enemigos una última vez. El busto de piedra, con su mirada serena y altiva, parecía observar a Sevilla desde el rincón del crimen, como si el rey aún gobernara desde el silencio. Don Tello, enfrentado a una verdad que no podía negar ni castigar, comprendió que destruir la escultura sería un sacrilegio político, una afrenta a la memoria y al poder que aún resonaba en la ciudad.
No tuvo más remedio que dejarla allí, como testimonio de una justicia torcida pero cumplida. Con el tiempo, el pueblo dio nombre al lugar: la calle donde cayó Guzmán pasó a llamarse Cabeza del Rey Don Pedro, en recuerdo de aquel busto que hablaba sin voz. Y la calle vecina, donde una anciana alzó su candil para iluminar la verdad, recibió el nombre de Candilejo, en honor a la luz humilde que desveló el secreto.
Así, la leyenda quedó grabada no solo en piedra, sino en el mapa de Sevilla.

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