ROBERTO ALCÁZAR Y PEDRÍN
Los domingos, a la salida de misa de 11, nuestra primera misión era dirigirnos al kiosco situado en la plaza donde se concentraban la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, el Ayuntamiento, el Casino y el Hotel Comercio. En las pequeñas cristaleras lucían láminas de muñequitas troqueladas, recortables, sobres sorpresa, garrotillas de caramelo y otros atractivos objetos que hacían las delicias de la chiquillería, pero nuestro punto de atención era la cristalera donde colgaban los tebeos que acababan de llegar, las últimas entregas del Capitán Trueno, Guerrero del Antifaz, Hazañas Bélicas o de nuestro héroe Roberto Alcázar y su fiel Pedrín. La imaginación se desbordaba al leer los títulos “El barco embrujado”, “La momia viviente”, “El hombre diabólico”, “El rayo de la muerte”, etc. y nos hurgábamos en los bolsillos a ver si con los diez céntimos (una perra gorda) que nos daban a cada uno podíamos comprarlo y vivir aquella interesante aventura que prometía la portada. No, no había suficiente y tampoco estábamos dispuestos a cambiar alguno de nuestros ejemplares, cuidados como tesoros, por otros manidos y sucios de enésima mano que podías conseguir mediante tu ejemplar y un abono de dos perras gordas, así que a esperar hasta conseguir comprar el nuevo ejemplar o, lo más habitual, darnos un paseo por la Carrera, la calle principal, y llegados al kiosco de Patachula (en realidad un portalillo con un pequeño tenderete sobre la acera), a la vista de las pipas, cacahuetes, cañamones, caramelos, bolitas de anís y chicles bazooka, nos olvidábamos de nuestro héroe y deleitábamos el paladar con un pequeño surtido de chuches a granel. |
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