Esta leyenda tiene como escenario el convento de Santa Inés, de Sevilla, y nos la cuenta Gustavo Adolfo Bécquer en sus "Rimas y Leyendas".
Gustavo Adolfo Bécquer
(Sevilla, 17 de febrero de 1836 – Madrid, 22 de diciembre de 1870)
Mientras esperaba en el atrio del Convento de Santa Inés, de Sevilla, a que comenzase la Misa del Gallo, oí contar maravillas sobre el organista del lugar.
Tal fue el grado en que se ensalzaban las dotes y virtudes del personaje, que aguardé impaciente el comienzo de la ceremonia esperando asistir a un prodigio. Pero nada de aquello ocurrió, ni había un sonido prodigioso ni la actuación del organista pasó de la simple vulgaridad.
Al salir no pude por menos que recriminarle a la demandadera dónde estaban los encantos de los que había hablado antes de la Misa, a lo que ésta respondió:
“Claro, señor, es que este órgano no es el suyo y desde que lo cambiaron su alma ya no aparece para tocarlo.”
Y, a continuación, me contó la siguiente historia:
Iglesia del convento de Santa Inés - Portada
La iglesia del convento de Santa Inés no destacaba ni por su grandeza, ni por sus riquezas, en comparación con otros templos de Sevilla pero era un lugar acogedor que mantenían siempre muy limpio y cuidado las hermanas de la congregación. Sin embargo, los grandes personajes de Sevilla, con el Arzobispo a la cabeza, y multitud de fieles abarrotaban el pequeño recinto para escuchar la música celestial que las manos de Maese Pérez arrancaban del humilde órgano de la iglesia.
Y es que Maese Pérez, el organista, aunque ciego era un auténtico prodigio al que el mismo prelado había intentado llevarse a la Catedral pero al ilustre maestro no le atraían bienes materiales ni lisonjas o prebendas; los únicos amores en su vida eran la hija que le cuidaba y su viejo y querido órgano del convento.
Con setenta y seis años cumplidos se acercaba la Nochebuena y Maese Pérez presentía que podía ser la última en que acariciase las teclas de su preciado amigo, pero el ánimo no le faltaba y se preparaba para esa noche especial.
Llegado el momento de iniciar la Misa, presidida por el Arzobispo y con la iglesia a rebosar de fieles, el órgano permanecía mudo y todas las miradas se dirigían hacia el mismo preguntándose por qué Maese Pérez no les regalaba los oídos con sus notas angelicales.
Un profundo y largo silencio se adueñó de la iglesia. El Arzobispo envió a una persona para ver qué ocurría y al llegar al lugar observó cómo el organista no estaba en su puesto. Se dirigió entonces a la casa de éste y la hija, tras abrirle la puerta, le llevó ante Maese Pérez que se encontraba postrado en la cama, gravemente enfermo.
La noticia llegó hasta el templo y el rumor y charlas entre los asistentes llegó a ser tan intenso que los alguaciles tuvieron que entrar a poner orden y que se guardase silencio en el sagrado lugar.
Saliendo de entre los fieles, un hombre algo desaliñado y bisojo se adelantó hasta donde estaba el Arzobispo ofreciéndose para sustituir aquella noche a Maese Pérez. Decía que él podía tocar el órgano del ausente ya que ni Maese Pérez era el primer organista ni a su muerte dejaría de usarse el instrumento por falta de persona que lo supiese tocar.
El Arzobispo asintió con la cabeza aunque algunos fieles que conocían al personaje y le tenían por envidioso comenzaron a expresar su disgusto. En eso alguien gritó:
“¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...”
La voluntad de Maese Pérez
Ilustración obtenida de agrega.educacion.es
El organista, con la cara pálida y desencajada de dolor, entraba en la iglesia sentado en un sillón que los fieles se disputaban por llevar. Ni el médico, ni las lágrimas de su hija habían podido mantenerlo en el lecho. Su voluntad de estar esa Nochebuena, que presentía la última, junto a su órgano había triunfado frente a los consejos de aquellos que le querían.
Sonaron las doce de la noche en el reloj de la Catedral y se inició la Misa del Gallo.
En el momento de la Consagración, mientras se escuchaba el repicar de las campanillas y una intensa nube de incienso envolvía la Sagrada Forma, los dedos de Maese Pérez se posaron sobre el órgano y de sus tubos de metal emergió un impresionante y prolongado acorde que se fue perdiendo, poco a poco, como si una ráfaga de viento hubiera arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde le respondió otro que pareció venir de un lejano lugar y que fue creciendo hasta convertirse en un torrente de sones armónicos. Era la voz de los ángeles que respondían al saludo de Maese Pérez.
A este siguieron himnos distantes, melodías que transportaban el ánimo de los presentes a un mundo de luz, de energía, de paz. Con el tiempo los ecos se fundieron hasta que solo quedó una nota brillante, aislada, sostenida… como un hilo de luz, que en un instante se quebró y el órgano quedó mudo.
El silencio de los fieles fue roto por un grito: “Maese Pérez ha muerto”.
En efecto, los primeros fieles en llegar al Coro encontraron al organista con la cabeza posada sobre el teclado de su viejo órgano mientras su hija, abrazada a los pies de Maese Pérez, lloraba amargamente la pérdida del ser querido.
Iglesia del convento de Santa Inés - Interior
Y sucedió que aquel hombre de aspecto desaliñado y bisojo que de forma poco respetuosa quiso sustituir a Maese Pérez en la misa de Nochebuena fue nombrado nuevo organista del convento de Santa Inés.
Llegó de nuevo la Nochebuena y otra vez la iglesia quedó pequeña para la cantidad de fieles de todos los barrios de Sevilla que se acercaron hasta allí, unos atraídos por la curiosidad de lo acaecido el año anterior y otros para intentar dar una lección al “envidioso” nuevo organista que había osado mancillar el nombre de Maese Pérez.
En el momento de la Consagración, cuando del órgano salió la primera nota, la iglesia se llenó del sonido de panderos, zambombas, sonajas y otros instrumentos que impidieron que hasta los oídos de los asistentes pudiese llegar su música pero la algarabía sólo duró un instante porque una segunda nota se elevó sobre aquella muchedumbre y todos enmudecieron a la vez. Las notas y acordes que salían del viejo instrumento eran tan maravillosos como los que en su día les ofrecía Maese Pérez.
Al término de la Misa, el organista se dirigió a saludar al Arzobispo y la gente se arremolinó junto a él, entre desconcertada y admirada, por la maestría con la que había tocado aunque no le gustasen tanto sus maneras en comparación con la humildad que tenía Maese Pérez.
El Arzobispo le pidió que la siguiente Nochebuena tocase en la Catedral, a lo que accedió con gusto expresándole al prelado que jamás volvería a tocar el órgano de Santa Inés porque estaba viejo y no había posibilidad de sacarle todo cuanto su maestría podía conseguir en otro nuevo. Cuando el Arzobispo se había marchado algunos corrillos de mujeres comentaban cómo le habían escuchado tocar antes en la parroquia de San Bartolomé y era de cosa de taparse los oídos de lo malo que era de tal forma que el párroco tuvo que echarlo.
Convento de Santa Inés - Sevilla
La siguiente Navidad la iglesia de Santa Inés parecía grande, sólo unos pocos devotos estaban presentes para la misa de Nochebuena porque la gran mayoría había preferido ir a la Catedral donde se anunciaba la actuación del nuevo organista de Santa Inés. Ese año el convento se había quedado sin persona que tocase en la Misa por lo que la superiora había pedido a una de sus religiosas que lo sustituyese.
No estaba muy por la labor la hermana elegida y es que aunque su conocimiento y entrenamiento en esa tarea estaba acreditada, se trataba de la hija de Maese Pérez que había entrado como religiosa en el convento, el recuerdo y respeto a su padre le impedía tocar aquel instrumento que tanto había mimado y apreciado el difunto organista. No obstante la obediencia debida hizo que no tuviese en cuenta su deseo y aceptase la orden que se le daba.
En la noche subió hasta el coro para templar y afinar el instrumento a fin de sacarle todos los registros posibles pero justo al abrir la puerta sonaron las campanas de la Catedral con un sonido distinto, tristísimo, que la dejó clavada bajo el dintel sin capacidad para moverse. La iglesia estaba oscura, solo iluminada por la tenue luz de la vela que ardía en el altar mayor. Sentado ante el órgano vio la figura de un hombre que recorría con una mano sus teclas mientras tocaba con la otra a sus registros... y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera que parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal.
Quiso gritar pero no pudo hacerlo, entonces aquel hombre volvió su rostro hacia ella y su sorpresa fue indescriptible, ¡era su padre!
Al contar a la superiora lo que le había acaecido en la iglesia, ésta la tranquilizó diciendo que aquello había sido una alucinación y que su padre jamás vendría para asustarla, en todo caso y desde el cielo le ayudaría en tan loable acto para gloria de Jesús. Con estas palabras de ánimo, la hija de Maese Pérez se dirigió hacia el órgano y se dispuso a cumplir la orden recibida.
Comenzó la Misa y todo transcurría con normalidad hasta que llegó el momento de la consagración. En aquel instante comenzó a sonar el órgano y, al mismo tiempo, un aterrador grito salía de la garganta de la hija de Maese Pérez. La superiora, seguida de algunas monjas y fieles se dirigió hacia el lugar observando con estupor cómo las teclas se movían solas sin que mano alguna se posase sobre ellas.
“¡Miradle!, ¡miradle!” gritaba asustada la joven que se había levantado del banquillo mientras sus ojos se posaban sobre las teclas del viejo órgano y de aquellos tubos salía una melodía que parecía provenir de los cielos.
La noticia corrió por Sevilla y al día siguiente no se hablaba en plazas y corrillos de otra cosa que lo acaecido en Santa Inés.
Azulejo situado en el atrio del convento de Santa Inés
“Tantos años asistiendo a la Misa del Gallo en Santa Inés y se nos ocurre anoche ir a la Catedral para oír una cencerrada del bisojo de San Bartolomé” se quejaban muchos de los vecinos. Peor aún le sentó al Arzobispo que también había sido asiduo de Santa Inés y ese año había fracasado al llevar al nuevo organista a la Catedral y perderse el milagro del convento.
Nadie se atrevió a volver a tocar aquel órgano que pronto fue sustituido por uno nuevo. Jamás volvió a escucharse en Santa Inés una música tan etérea y celestial como la de esa Nochebuena. Lo que nadie duda es que fue el alma de Maese Pérez quien estaba esa noche ante su querido y mimado órgano.
(Adaptación del texto original de Gustavo Adolfo Bécquer)
viernes, 25 de octubre de 2013
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