
PUERTA DEL LAGARTO - CATEDRAL DE SEVILLA
Corría el año 1260 cuando la corte de Castilla recibió una embajada insólita procedente del lejano Egipto. El sultán, deseoso de estrechar lazos con el reino de Alfonso X el Sabio, había enviado emisarios con una propuesta tan audaz como inesperada: solicitar la mano de la infanta Berenguela, hija del monarca castellano. La petición no llegaba sola. Como muestra de su poderío, riqueza y exotismo, el sultán mandó una serie de presentes que dejaron boquiabiertos a los sevillanos: un cocodrilo vivo capturado en las aguas del Nilo, una jirafa domesticada que caminaba con elegancia por las calles de la ciudad, un imponente colmillo de elefante tallado con inscripciones, y una vara ceremonial de gran valor simbólico. Sevilla, que ya por entonces era un crisol de culturas y un hervidero de influencias orientales, cristianas y andalusíes, se convirtió por unos días en escenario de un espectáculo casi mítico. La llegada de aquellos animales, nunca antes vistos por la mayoría de la población, causó tal impresión que se convirtió en tema de conversación en plazas, palacios y tabernas.

EMBAJADA DEL SULTÁN DE EGIPTO A LA CORTE DE ALFONSO X EL SABIO
A pesar del asombro general y del respeto que inspiraban los regalos, la propuesta matrimonial fue finalmente rechazada. Según la versión más difundida por los cronistas, la negativa no se debió a cuestiones políticas ni diplomáticas, sino a una razón más íntima y espiritual: la infanta Berenguela, profundamente devota y educada en la fe cristiana, no quiso comprometerse con un príncipe musulmán. Su decisión, firme y serena, la llevó años más tarde a tomar los hábitos en el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, en Burgos, donde vivió consagrada a la vida religiosa.
Para evitar que el rechazo se interpretara como una ofensa o una humillación, Alfonso X respondió con cortesía y tacto. Envió una carta diplomática al sultán, acompañada de obsequios cuidadosamente seleccionados, en señal de respeto y agradecimiento. Mientras tanto, los animales exóticos permanecieron en Sevilla, convertidos en curiosidades vivas que alimentaban la imaginación popular. El cocodrilo, tras morir, fue cuidadosamente disecado y colocado en la Catedral, donde aún hoy puede verse, suspendido como testimonio de aquel episodio singular. Junto a él se exhibieron el freno de la jirafa, el colmillo de elefante y, tiempo después, la vara que portó el embajador castellano en su viaje a Egipto para declinar la propuesta. Estos objetos, cargados de historia y leyenda, se integraron en el imaginario sevillano como símbolos de una época en la que las fronteras entre lo real y lo fabuloso eran tan porosas como las murallas de la ciudad.
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DOÑA BERENGUELA DE CASTILLA
Más allá de su valor anecdótico, el lagarto se ha convertido en símbolo de la memoria sevillana: un recordatorio de los vínculos entre mundos lejanos, de la capacidad de la ciudad para absorber lo extraordinario y convertirlo en parte de su identidad. Algunos estudios sugieren que su presencia pudo tener una función práctica, ahuyentar aves del templo, pero la leyenda ha prevalecido sobre la lógica. El lagarto no ruge, no se mueve, pero sigue contando su historia a quien se detiene a mirar. Y en Sevilla, donde la piedra habla y las leyendas respiran, eso basta.