 | En la Sevilla de 1357, cuando las campanas de la Giralda
doblaban a muerto por los caídos en la guerra civil, Doña María Coronel vivía
en el palacio familiar de la calle que hoy lleva su nombre, junto a la iglesia
de San Marcos. Era hija de Alfonso Fernández Coronel, alguacil mayor decapitado
cuatro años antes por orden de Pedro I, y hermana de Aldonza, la antigua amante
del rey. Casada con Don Juan de la Cerda, descendiente directo de Alfonso X el
Sabio, María había conocido la felicidad de los primeros años de
matrimonio: torneos en la plaza de San Francisco, romerías a la Cruz del Campo
y noches de luna en los jardines del Alcázar invitados por la reina Blanca. |
 | Todo terminó una mañana de otoño cuando los corchetes reales
entraron en el palacio. Juan de la Cerda fue arrastrado a la cárcel del Alcázar
y, sin juicio público, decapitado en el patio de los Naranjos. Su cabeza se
expuso en la Puerta de la Macarena junto a otras de los partidarios de Enrique
de Trastámara. Desde ese día, María cerró los postigos de su casa, vistió luto
riguroso y convirtió su cámara en oratorio, jurando no volver a mirar rostro de
hombre mientras viviera. |
 | En 1366, Pedro I, viudo y ya sin María de Padilla, paseaba por Santa Marina cuando vio a una dama de negro entrar en San Bartolomé: era María Coronel, viuda de Juan de la Cerda. Fascinado, le envió oro, joyas y cartas prometiendo restituirle sus bienes si accedía a ser su dama. María quemó las cartas y devolvió los regalos con una sola frase: «Mi señor murió por la lealtad; yo vivo por la memoria». Tiempo después, Pedro acudió a su casa amparado en su autoridad real. María rezaba en el jardín cuando lo vio entrar con sus distintivos de rey. Lo reconoció al instante y cayó de rodillas, suplicándole respeto a su viudedad. Pero él, cegado por el deseo, intentó tomarla. Ella logró escapar, gritando que prefería la muerte a la deshonra. |
 | Esa misma noche, Sevilla entera se estremeció con el rumor del escándalo: las ventanas se cerraron con premura, las calles se vaciaron como si el aire mismo llevara la vergüenza. Al despuntar el alba, María Coronel abandonó su palacio en compañía de una fiel sirvienta; cruzó la ciudad con el paso firme y el alma quebrada, hasta llegar al convento de Santa Clara, donde la abadesa, al escuchar su historia entre lágrimas, la recibió como hermana lega, sellando con aquel gesto el inicio de un retiro que no era huida, sino acto de resistencia silenciosa frente al poder que la había querido doblegar. |
 | Durante
semanas, Pedro I hizo registrar todos los conventos de Sevilla. Una noche de
1367, sus hombres rodearon Santa Clara. El rey entró con antorchas, espada en
mano y el rostro cubierto por una capucha negra. Las monjas se escondieron en
el coro; solo se oían los pasos de las botas sobre las losas del claustro.
María, que ya esperaba lo peor, se había refugiado en la cocina del convento.
Sobre el hogar de leña hervía una gran caldera de aceite. Cuando oyó al rey gritar su nombre en el corredor,
cerró la puerta con el cerrojo y se arrodilló frente al fuego. Sin vacilar,
tomó el cucharón de bronce, lo llenó hasta el borde y se vertió el aceite
hirviendo sobre el rostro y el cuello. |
 | El grito que dio atravesó los muros del convento y llegó
hasta la calle, donde los vecinos se santiguaron. El rey abrió la puerta de
golpe y la encontró en el suelo, con la piel desprendida y la sangre mezclada
con el aceite, pero aún rezando el Ave María con voz clara. Pedro I retrocedió
horrorizado. Por primera vez en su vida, el hombre que había mandado degollar a
su propia madre se quedó sin palabras. Ordenó a sus hombres que la dejaran en
paz, prometió devolverle parte de sus bienes y salió del convento sin mirar
atrás. Nunca más volvió a pronunciar su nombre. |
 | María Coronel vivió cuarenta y cuatro años más en el
convento de Santa Clara, oculta tras un velo blanco que cubría las cicatrices.
Con los bienes que el rey le restituyó y las herencias de sus hermanas Aldonza
y Mayor, compró la casa solariega de sus padres y fundó en 1376 el Convento de
Santa Inés, en la misma calle que hoy lleva su nombre. Allí acogió a viudas
despojadas por la guerra, a huérfanas de nobles ejecutados y a doncellas que
huían de matrimonios forzosos. Ella misma fue la primera abadesa, gobernando
con mano firme y corazón manso hasta su muerte el 2 de diciembre de 1411. |
 | En 1587, al reformar el coro, las monjas encontraron su
cuerpo intacto, con las quemaduras aún visibles en rostro y cuello. Desde
entonces se guarda en una urna de cristal en la iglesia del convento, y cada 2
de diciembre se abre al público. Junto a la urna permanece la pequeña vasija de
barro que contenía el aceite de su sacrificio, y en el claustro aún crece el
naranjo bajo el que rezaba la noche en que el rey la vio por primera vez. Los
sevillanos entran en silencio, se arrodillan y salen sin hablar, sabiendo que
allí yace la mujer que prefirió quemarse la cara antes que manchar su alma. |
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